Homenaje. Una cruz hecha con maderos semicarbonizados del fortín fue erigida en el patio central del fortín, hoy museo.

Boquerón, las huellas de 619 bolivianos inmortales

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LOS TIEMPOS

Hace 90 años, en otro agosto, la Guerra del Chaco pasaba de los choques esporádicos a la eclosión de la máxima violencia. A 435 kilómetros de la capital paraguaya se hallan las marcas de la batalla que marcó el antes y el después de aquella contienda. Probablemente las más extremas y contradictorias reacciones a las que puede llegar un humano forzado a entrar en el laberinto de la guerra se vivieron aquí.  

Se dice que a lo largo de la historia boliviana no hay página de heroísmo que supere a la que se escribió en este lugar. Incluso, más de un autor, la inscribe entre los seis mayores hitos militares del planeta. Es el caso del intelectual franco-español Sergio Nafi Mulet. En un estudio especializado seleccionó la resistencia de este grupo de sitiados bolivianos entre los 10 más destacados en 3.000 años de historia militar mundial. Sí, Boquerón ha sido comparado a gestas como Masada, Numancia, Camerone, El Álamo y Termópilas; sí esa que fortaleció su fama gracias al filme 300.  

En este caso fueron 619 oficiales y soldados bolivianos. Al visitar el lugar y leer lo escrito por sus protagonistas tanto bolivianos y paraguayos, así como por los estudiosos probablemente las certezas den pie al consenso. Sin duda, pocos sitios fueron escenarios de tanto sacrificio y bravura. 

La memoria de los textos y documentales sobre la Guerra del Chaco, “La Guerra absurda”, ya conmueve a los visitantes mucho antes de arribar a ese confín. Desde el trópico, desde los valles, desde los Andes, los defensores del fortín pasaron una odisea para llegar en días o semanas sólo hasta Villa Montes, la puerta del denominado infierno verde. Descendieron lenta y tortuosamente desde las cumbres o realizaron marchas forzadas por los llanos abriendo sendas a machete. Y confluyeron en el Chaco para avanzar por estas zonas donde normalmente, bajo un sol que calcina, no hay el consuelo de una sombra. 

El historiador Roberto Querejazu resume en su célebre libro Masamaclay (“El lugar donde pelearon dos hermanos”, en guaraní) la experiencia común de los movilizados al Chaco. Relata el traslado de Sucre a Tarija, apenas la primera etapa del viaje: “Durante dos meses y medio nos hicieron recorrer a pie, en pleno invierno, más de cien leguas“. Tras pasar la “gélida altiplanicie andina”, recuerda que fueron embarcados “como leños en varios camiones y (…) metidos al horno del Chaco en un frenético viaje de cuatro días”. Horas después avanzaban disparando entre los árboles obedeciendo al grito de “¡Al asalto, viva Bolivia!”

La cruz del fortín

No muy distinta fue la experiencia de quienes llegaron a esta “bocaza” de arbustos, espinos y árboles que inspiró el nombre de este célebre fortín: “Boquerón”. Casi en el centro del descampado interior aparece, muy llamativa, una cruz de cinco metros de alto. Fue construida con maderos semicarbonizados de los restos de aquella batalla. Está aislada por cuatro estacas semejantes que delimitan un área cerca de 10 metros cuadrados.

Según explican los responsables del museo de Boquerón, en diciembre de 1935 familiares de los combatientes de ambos países visitaron este lugar. Recorrieron juntos los casi 3.800 metros que marcan la zona de trincheras y combates. Recogieron restos y pertenencias de mártires que los afanes de la guerra dejaron de lado y erigieron una tumba común, señalada por la rústica cruz. 

En ya, por lo menos, cinco ocasiones autoridades bolivianas y paraguayas, en los últimos 20 años realizaron al pie de los maderos fraternales ceremonias de homenaje a los caídos generalmente el 29 de septiembre. Pareciera inevitable, los contados minutos de silencio, a décadas de la tragedia, contraen las gargantas y humedecen los ojos de varios de los presentes.

Hacia el este, a unas decenas de pasos de la cruz conmemorativa, se halla una edificación de barro y madera. Cubre aproximadamente 10 metros cuadrados, es la Comandancia reconstruida. Allí el comandante boliviano del destacamento de Boquerón, Manuel Marzana Oroza, aguardaba el 6 de agosto de 1932 un comunicado. La toma de fortines por parte de ambos países había llevado la crisis a su peor extremo. 

Sin embargo, él aún confiaba en que “los políticos harían algo para evitar la guerra”. La esperanza se disipó 16 días más tarde, el mensaje que le llegó decía: “Capitán General ordena y Patria pide no abandonar Boquerón de ninguna manera, prefiriendo morir en su defensa antes que dar parte de retirada”.

El riesgo para los defensores de Boquerón crecía.

Mientras el Gobierno boliviano había frenado meses antes buena parte de la movilización, confiado en un acuerdo diplomático, Paraguay no cesaba en sus preparativos. El primer gran objetivo era el fortín. 

Casamatas y trincheras

Detrás de la precaria Comandancia se encuentran los carteles que orientan hacia el paseo por los senderos de las trincheras. Se advierte un notorio contraste entre la ondulante zona boscosa de los defensores y el pajonal abierto y llano que correspondió a los atacantes.

Entre la segunda quincena de agosto y la primera semana de septiembre, Marzana y sus oficiales organizaron meticulosamente la defensa. Cavaron trincheras, abrieron sendas de conexión, armaron “chapapas”. Los diversos mandos deberían poder comunicarse con cada nido de ametralladoras, con cada batería, con los francotiradores. Los 448 hombres que se encontraban a sus órdenes deberían dominar sus posiciones.

Hacia Boquerón se dirigían entonces 5.310 soldados paraguayos. La polvareda y el ruido de caballos y vehículos alertó a los vigías destacados por Marzana. “¿La reconquista de Boquerón traerá la guerra? —relata en sus memorias el coronel paraguayo Carlos José Fernández—. ¿Cómo reaccionará Bolivia? Era la pregunta que todos nos hacíamos, pero sin que ellas perturbasen a los bisoños combatientes. Nadie admitía un posible rechazo, ni siquiera una larga resistencia. Asistíamos a la convicción de nuestra superioridad”.

Hacia el oeste, a unos 20 metros de la cruz conmemorativa se halla el museo de Boquerón. Ahí se exhiben cientos de armas de artillería e infantería que pertenecieron a ambos ejércitos. “Estas ametralladoras Vickers, disparadas desde las casamatas, causaban masacres, eran como segadoras de vidas”, explican los guías al aproximarse a la memoria de la batalla. En el sitio de Boquerón, los bolivianos contaban con tres cañones de 75 milímetros, dos piezas antiaéreas, decenas de ametralladoras Vickers y Madsen, y fusiles de reglamento Breno. Al frente la acumulación de piezas similares y obuses se incrementó sucesivamente en el curso de la batalla. 

La guerra 

Hacia el noroeste de la cruz donde yacen los restos de los combatientes se encuentra una de las granadas de mortero más afortunadas de la guerra. Nunca estalló. Está protegida por una rejilla que aleja toda intención de manipuleo. Lógicamente es una excepción. El 8 de septiembre, una lluvia de proyectiles similares desató la masacre. A las 5:30, la artillería paraguaya abrió fuego provocando las primeras bajas bolivianas. Aproximadamente una hora más tarde, en las trincheras bolivianas se escuchó la carga enemiga a los gritos de ¡Aña memby…! ¡Viva el Paraguay! ¡Muerte a los bolis!

Arremetían contra el fortín regimientos completos de caballería y artillería. Entre estos destacaba en el centro el Regimiento Curupayty, que fue desalojado de Boquerón el 31 de julio. Sus oficiales habían pedido el honor de avanzar primero. Pero lo que se estimaba como una retoma que tardaría algunas horas derivó en una pesadilla. La metralla y fusilería boliviana frenaban a los atacantes, cayeron centenares de jinetes con sus cabalgaduras. Decenas de muertos quedaron en el campo de nadie.

Las tropas paraguayas se reorganizaron y atacaron por segunda vez. Subsistía la idea de arrasar prontamente el fortín. Nuevamente se inició el estruendoso fuego de artillería. A media tarde lanzaron de nuevo un asalto con la bayoneta calada. El ataque fue rechazado con gran cantidad de bajas para los sitiadores. Ocho intentos desesperados sólo obtuvieron el mismo resultado: centenares de muertos paraguayos. En el fortín, mientras tanto, una veintena de efectivos bolivianos resultaron víctimas de la artillería enemiga.

Marzana, en su diario de campaña, recuerda conmovido los lamentos que los heridos paraguayos vertían abandonados en el campo abierto durante la noche. El coronel paraguayo Arturo Bray relata en sus memorias: “Sólo cabe referirse a uno de los aspectos, por cierto, el más ingrato de todos: la tragedia de la sed. Desde el primer día se hicieron sentir los efectos (…), grupos de soldados y aún oficiales desertaban de la primera línea para volcarse al camino de Isla Poi a Boquerón y asaltar a mano armada los tanques de agua (…). Hubo quienes se abrieron las venas de sus muñecas para succionar su propia sangre”.

La resistencia

En la ruta de trincheras, el lugar de las incesantes arremetidas paraguayas, se aprecia los sitios de emplazamiento de ametralladoras y en especial un toborochi, convertido en blindaje de los francotiradores bolivianos. Calado a hacha y bayoneta, resulta mudo testigo viviente de los instantes más cruentos de aquella confrontación. Atacantes y defensores bordearon los extremos de la tenacidad.

Pese al estruendoso fracaso de las primeras embestidas, los mandos paraguayos, encabezados por el coronel José Félix Estigarribia, asumían la retoma como vital para el destino de la guerra. Multiplicaron sus fuerzas hasta 12.000 e incluso 14.000 efectivos, según algunos historiadores.

Mientras tanto los defensores del fortín recibieron escaso apoyo. Sus fuerzas llegaron a incrementarse a 619 efectivos en el fortín y a unos 2.000 en el entorno en el mejor de los momentos. Sin embargo, paulatinamente los estrategas paraguayos impusieron un cerco infranqueable sobre los hombres de Marzana. Boquerón resistió embestidas paraguayas durante 23 días, siempre a la espera de refuerzos, que nunca llegaron. La munición, vituallas y medicinas empezaron a escasear y la que lanzaban desde el ayer los aviones casi era irrecuperable. 

Entre agosto y septiembre se forman en la zona algunas lagunas gracias a eventuales lluvias nocturnas. Siempre recuerdan al pozo que desquició a los combatientes. Era la única fuente de agua para los defensores. Los paraguayos, a medida que se acercaban, impusieron una cortina de balas sobre esa codiciada fuente.

Querejazu en “Masamaclay” describe aquel drama: “Dos ametralladoras disparaban cada tres minutos sobre el tajamar. Tiradores especiales tenían su puntería fija sobre el pozo. Los bolivianos llevaban furiosas acometidas y concentraban sus armas automáticas para despejar el sitio y proveer a los combatientes. El contorno del tajamar se llenó de cadáveres. Millares de moscas y mariposas blancas se posaban sobre los cadáveres que se hinchaban (…) El cuerpo de un soldado vestido de caqui flotaba boca abajo, en medio de un viaje macabro, yendo y viniendo al impulso de las balas que recibía de los distintos costados”.

El deber cumplido 

Casi al final del circuito de las trincheras se llega a la casamata y la tuca de Marzana. Allí el legendario comandante recibió la orden desde el lejano Comando General de “resistir 10 días más”. Mientras el agua, los alimentos, las medicinas y la munición se agotaban. Allí recibió los partes el 28 de septiembre, de los flancos que cedían y que los soldados apenas podían moverse. Y allí escribió la célebre proclama en la que insta a sus subordinados resistir hasta el último sacrificio.

La proverbial duración del combate atrajo la atención de la prensa internacional. Pese a que Argentina apoyaba a Paraguay en el conflicto, un diario de ese país escribió: “En Boquerón están escribiendo unos pocos soldados bolivianos la más bella página de heroísmo americano. Contados centenares de hombres luchan desde hace 15 días no solamente contra el enemigo mucho más numeroso, sino contra el hambre y la sed que les han impuesto los sitiadores. Antes que rendirse prefieren la muerte”.

Militares como el coronel chileno Aquiles Vergara Vicuña, su par peruano Ricardo Flores o el propio coronel paraguayo Heriberto Florentín escribieron textos expresando su admiración por aquellos combatientes. Lo propio sucedió con célebres escritores como el peruano Gamaniel Churata o el paraguayo Augusto Roa Bastos. 

Bastos escribió en su novela “Hijo de hombre” una descripción del cerco. En una de sus partes finales dice: “Boquerón es un hueso duro de digerir. El movimiento peristáltico de nuestras líneas trabaja inútilmente para deglutirlo. Hay algo de magia en ese puñado de invisibles defensores, que resisten con endemoniada obcecación en el reducto boscoso. Es pelear contra fantasmas saturados de una fuerza agónica, mórbidamente siniestra, que ha sobrepasado todos los límites de la consunción, del aniquilamiento, de la desesperación”.    

El final del sendero de trincheras deriva en los cementerios de los combatientes. Treinta y seis cruces blancas de 50 centímetros de alto alineadas simétricamente conforman el “cementerio boliviano”. Otra rústica y de madera, tres veces más alta, centra el lugar rodeado por una alambrada. Todas simbolizan, según relatan los guías, tumbas comunes de los defensores caídos.

Nuestros mejores enemigos

Sin embargo, junto al “cementerio boliviano” destaca una tumba singular. La raíz de un tronco señala el lugar donde yacen el capitán boliviano Tomás Manchego y su amigo el teniente paraguayo Fernando Velásquez. Sintetiza una de las decenas de historias profundamente humanas que surgieron en medio de la extrema crueldad de la guerra. Se habían hecho amigos cuatro años antes, cuando el boliviano cayó prisionero en un roce fronterizo durante el cerco, tras una de las embestidas sobre Boquerón. Velásquez quedó herido en manos de los defensores. Durante su cautiverio, Manchego compartía el agua de su cantimplora con Velásquez. Ambos agonizaron y murieron durante la batalla, pidieron ser enterrados en la misma tumba.

La sensibilidad de Manchego trascendió la historia de la guerra. Se lo recuerda como el oficial poeta. Cartas a su novia o a su madre demuestran su particular personalidad y vocación. 

Alrededor de 150 bolivianos y 2.000 paraguayos murieron en el combate.

A la salida del “cementerio boliviano” se llega al monumento principal de Boquerón, ubicado a 200 metros al norte de la cruz central. El monumento de un soldado paraguayo triunfante destaca sobre una loma artificial. El fortín cayó el 29 de septiembre de 1932. La celebración de la victoria se apagó varias veces al contemplar a los defensores sobrevivientes. 

El coronel Fernández describe el momento en que sus tropas ingresaron al fortín doblegadas por el agotamiento: “La entrada victoriosa de nuestros soldados al recinto histórico de Boquerón fue empañada por la vista de la espantosa tragedia que envolvía a sus valientes defensores: 20 oficiales y 446 soldados en el último extremo de miseria física desfilaron silenciosos hasta la Isla Poi. Por todas partes armamento, equipo, cadáveres y escombros. En un galpón oscuro, cubiertos de harapos, mugre, sangre y gusanos, se revolcaban más de 100 moribundos, sin curación, vendas y sin agua”.

Los prisioneros fueron trasladados hasta la capital paraguaya por río en la cañonera Humaitá. Una multitud los esperaba con agrestes silbidos y gritos. “Marzana, 10 barbudos y rengueantes oficiales y 200 soldados son empujados a tierra; pero no somos seres humanos, sino espectros —escribió en su diario de campaña el mayor Alberto Taborga—. (…) La debilidad física vence a la altivez (…) la multitud dispuesta al ultraje de paralogiza, vacila… ha cambiado en segundos la faz de su indignación… Grueso velo de lágrimas empaña las pupilas de hombres y mujeres (…) el estupor y la consternación estrujan las gargantas”. 

Taborga luego cita una reacción sublime: “Un mitaí (niño) descubre a nuestro jefe y grita: ¡Bravo Marzana! Es la señal. La multitud rompe filas. Unos ofrecen agua, otros cigarrillos, otros chipas (pan de yuca). Las mujeres preguntan por nuestras madres, quieren saber si tenemos hijos… Idiotizados, maltrechos, malheridos, soñolientos no atinamos a responder. Dormir, dormir es lo que anhelamos. Ojalá nos fuera dado dormir para siempre”.

Marzana murió en La Paz, en enero de 1980. El último de los 619 defensores de Boquerón, Alberto Saavedra Peláez, falleció el 15 de octubre de 2008, en Cochabamba. En un video tomado semanas antes de su partida remarca que no acepta ser llamado héroe: “Héroes cayeron en el campo de batalla, yo sólo volví con la satisfacción del deber cumplido”. En Paraguay sobrevive alrededor de una decena de combatientes de la gran batalla. Todos hijos de una misma tierra, soldados de una misma Patria, muy jóvenes hermanos enfrentados por obra de los políticos de entonces.

Con datos de los libros Masmaclay (Roberto Querejazu), Boquerón (Alberto Taborga), Boquerón-1932 (Luis Fernando Sánchez), La Gran Batalla (Manuel Marzana) y (Lucio E. Loayza). (1) los historiadores militares Julio Arguedas y Pablo Michel sostienen esa tesis.


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