Cuando tenía cinco años, el escritor, sociólogo y periodista canadiense Malcolm Gladwell se obsesionó con los aviones luego de que su padre le contara la historia de la bomba que, durante la Segunda Guerra Mundial, cayó en el jardín de sus abuelos y, sin embargo, no explotó.
Durante su infancia en Inglaterra en la década del 60, Gladwell aprendió a reconocer los lugares en los que las bombas sí habían dejado su rastro. Los inmensos y espantosos edificios de estilo brutalista que se alzaban en Londres en medio de manzanas con varios siglos de antigüedad eran un recordatorio del calvario por el que había pasado el país.
Desde entonces, esa pasión lo llevó a leer libro tras libro sobre fuerzas aéreas, bombardeos, y guerras que se elevan del ras del suelo y transcurren en el aire. Sin embargo, hasta ahora, Gladwell nunca había querido escribir sobre estos temas por miedo a que ninguna historia estuviera a la altura de su obsesión.
Así fue que apareció El clan de los bombarderos, un libro sobre la noche más larga de la Segunda Guerra Mundial. Un aeropuerto -en ese entonces el más grande del mundo- en medio del Pacífico, un genio holandés y su ordenador analógico casero, los científicos pirómanos de Harvard que inventaron el napalm, un sagaz piloto que cantaba tonadas a su equipo y el comandante que ordenaría uno de los ataques más sangrientos de la historia moderna.
Más que un libro sobre la guerra, El clan de los bombarderos disecciona un sueño -la creación de un bombardero inmenso e imponente que permita librar guerras exclusivamente en el aire- que se convirtió en pesadilla. El autor sostiene que las obsesiones son el motor primigenio del progreso pero, así como Albert Einstein se cuestionó su participación en la creación de la bomba atómica, Gladwell se pregunta: ¿cuál es el precio del progreso?
Hubo un tiempo en el que el mayor aeropuerto del mundo estaba en mitad del Pacífico occidental, a unos 2.500 kilómetros de las costas de Japón, en un grupo de pequeñas islas tropicales conocidas como las Marianas: Guam, Saipán y Tinián. Las Marianas son el extremo meridional de una cadena montañosa sumergida hace mucho tiempo, las cumbres de unos volcanes que surgen de las profundidades del océano. Durante la mayor parte de su historia, las Marianas fueron demasiado pequeñas para despertar el interés de nadie en el ancho mundo. Hasta la aparición de las fuerzas aéreas, cuando de repente adquirieron una enorme importancia.
Las Marianas estuvieron en manos de los japoneses durante la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial, pero en el verano de 1944, tras una brutal campaña, cayeron en poder de Estados Unidos. Saipán fue la primera, en julio. Después vendrían Tinián y Guam, en agosto. Cuando llegaron los marines lo hicieron también los Seabees —unidad de la Armada especializada en obras de ingeniería civil y construcción—, que no tardaron en ponerse manos a la obra.
En tan solo tres meses montaron en Saipán una base aérea completa —Isely Field— totalmente operativa. Después, en la isla de Tinián, construyeron el mayor aeropuerto del mundo, North Field, con cuatro pistas de 2.500 metros de longitud. Y más tarde, en Guam, la que hoy en día es la Base de la Fuerza Aérea Andersen, la puerta a Extremo Oriente de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Acto seguido llegaron los aviones.
En aquel tiempo, Ronald Reagan hizo de narrador de algunas películas de guerra, entre ellas, una dedicada a las primeras misiones del avión B-29, conocido como la Superfortaleza. Reagan describió ese avión como una de las maravillas del mundo, una aeronave gigantesca:
Una potencia de 2.200 caballos en cada uno de sus cuatro motores. Con unos depósitos de combustible cuya capacidad equivale a la de un vagón cisterna ferroviario. Una cola de dos pisos de altura. Una carrocería más larga que la de un Corvette. Diseñado para transportar más destrucción a mayor altura, con mayor rapidez y más lejos que cualquier otro bombardero construido hasta entonces. Y, para poder cumplir su misión, eso es exactamente lo que tenía que hacer.
El B-29 podía volar más rápido y a más altura que cualquier otro bombardero del mundo y, lo que resultaba incluso más importante, tenía mayor autonomía de vuelo que cualquier otro aparato. Ese alcance superior —combinado con la toma de las Marianas— implicaba que, por primera vez desde el inicio de la guerra del Pacífico, la Fuerza Aérea de Estados Unidos estaba a poca distancia de Japón. Se creó una unidad especial para gestionar la flota de bombarderos estacionada en las Marianas: el 21.º Escuadrón de Bombarderos, bajo el mando de un joven y brillante general llamado Haywood Hansell.
A lo largo del otoño y del invierno de 1944, Hansell lanzó un ataque tras otro. Cientos de B-29 sobrevolaron las aguas del Pacífico, arrojaban su carga sobre Japón y después regresaban a las Marianas. Cuando los hombres de Hansell se preparaban para lanzarse sobre Tokio, llegaron numerosos periodistas y equipos de cámaras para grabar aquel ambiente de entusiasmo y que pudieran verlo en casa. Habla de nuevo Ronald Reagan:
Los B-29 en Saipán eran como artillería apuntando al corazón de Japón […]. Los japos bien podrían haber intentado detener las cataratas del Niágara. El 21.º Escuadrón de Bombarderos estaba preparado para atacar su primer objetivo.
Pero el 6 de enero de 1945 llegó a las Marianas el oficial superior de Hansell, el general Lauris Norstad. Todo funcionaba de un modo un tanto primitivo en Guam: el cuartel general era poco más que unas cuantas barracas Quonset de metal instaladas en un acantilado con vistas al océano. Ambos hombres estaban exhaustos, no solo debido a las privaciones del momento, sino también al tremendo peso que entrañaban sus responsabilidades.
Leí en una ocasión un pasaje escrito por Arthur Harris, general de la RAF, sobre lo que significaba ser comandante de la Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial:
Me pregunto si alguien, aparte de los pocos que lo experimentaron, podrá ser consciente alguna vez de la horrible tensión mental que supone comandar unas fuerzas aéreas durante una guerra. Mientras que a un comandante naval se le exige llevar a cabo una o dos acciones de consideración en todo el curso de una contienda bélica, y un comandante del ejército se ve involucrado en una batalla, digamos, cada seis meses o, en circunstancias excepcionales, una vez al mes, el comandante de una división de bombarderos tiene que enfrentarse a ello cada veinticuatro horas […]. Es mejor no intentar imaginar qué clase de presión supone ese esfuerzo diario si lo prolongamos durante varios años.
Pues ese era el estado de Hansell y Norstad en Guam. Dos pilotos cansados de la guerra, afrontando el que esperaban que fuese el último capítulo de la contienda. Hansell propuso una visita rápida a la isla. Dar una vuelta por la playa. Admirar las nuevas pistas de despegue, abiertas en mitad de la jungla. Charlar de tácticas, de planes. Norstad dijo que no. Tenía algo mucho más personal de lo que hablar.
En un gesto que Haywood Hansell recordaría toda su vida, Norstad se volvió hacia él y le dijo: «Esto no está funcionando. Te quedas fuera». «Sentí que se había abierto la tierra bajo mis pies […]. Me quedé completamente hundido». Así es como, años después, Hansell describió lo que había sentido en aquel momento. Entonces Norstad asestó el segundo golpe, más duro todavía. Le dijo: «Voy a reemplazarte por Curtis LeMay».
El general Curtis Emerson LeMay, de treinta y ocho años, héroe de la campaña de bombardeos contra Alemania. Uno de los pilotos más famosos de su generación. Hansell lo conocía muy bien. Habían servido juntos en Europa. Y Hansell entendió de inmediato que no se trataba de un simple cambio de mando, sino de una refutación, un giro de ciento ochenta grados. Era como si Washington reconociese que consideraba erróneo todo lo que había hecho Hansell hasta ese momento. Porque Curtis LeMay era la antítesis de Haywood Hansell.
Norstad le ofreció a Hansell la posibilidad de quedarse allí si lo deseaba, como ayudante de LeMay, una propuesta que a Hansell le pareció tan insultante que apenas fue capaz de articular palabra. Norstad le dijo que tenía diez días para concluir su trabajo. Hansell echó a andar aturdido. La última noche que pasó en Guam, Hansell bebió más de la cuenta y se puso a cantar con sus hombres mientras un joven coronel tocaba la guitarra: «Los viejos pilotos nunca mueren, nunca mueren, solo vuelaaan lejooos».
Curtis LeMay llegó a la isla en un bombardero B-29 para tomar el relevo. Sonó «La bandera estrellada», el himno de Estados Unidos. Los integrantes del 21.º Escuadrón de Bombarderos desfilaron. El encargado de relaciones públicas propuso hacer una fotografía de los dos hombres para oficializar el momento. LeMay llevaba una pipa en la boca —algo habitual en él— y no sabía qué hacer con ella. Intentó metérsela en el bolsillo. «General —dijo el ayudante de campo—, permítame sostenerle la pipa mientras toman la instantánea».
LeMay preguntó en voz baja: «¿Dónde quieren que me coloque?». Las cámaras hicieron clic y capturaron a Hansell entrecerrando los ojos hacia la lejanía y a LeMay mirando al suelo. Dos hombres que deseaban estar en cualquier parte excepto en compañía del otro. Y con eso acabó todo.
El Clan de los Bombarderos es la historia de ese momento. Lo que condujo hasta él y lo que ocurrió después, porque los efectos de aquel relevo en el mando resuenan hasta el día de hoy.
Hay algo en las revoluciones tecnológicas que siempre me ha desconcertado. Aparece una nueva idea o innovación y a la gente le resulta obvio que transformará nuestro mundo. Internet. Las redes sociales. En anteriores generaciones fueron el teléfono y el automóvil. Crecen las expectativas de que gracias a ese nuevo invento las cosas mejorarán, serán más eficientes, más seguras, más productivas y más rápidas. Lo cual suele suceder, al menos en algunos aspectos. Pero, curiosamente, las cosas también toman otro camino, casi de manera inevitable.
En su momento, las redes sociales fueron saludadas como algo que permitiría a los ciudadanos de a pie acabar con la tiranía. Sin embargo, luego empezó a temerse que las redes sociales se transformasen en una herramienta que permitiera a los ciudadanos tiranizarse unos a otros. Se suponía que el automóvil iba a aportar libertad e independencia, y así fue durante un tiempo, hasta que años después millones de personas se encontraron viviendo a muchos kilómetros de sus puestos de trabajo y atrapadas en interminables embotellamientos en el transcurso de épicos desplazamientos diarios. ¿Cómo es posible que, en algunas ocasiones, por alguna clase de aleatorias e inesperadas razones, la tecnología se aparte del camino previsto?
El Clan de los Bombarderos es un estudio sobre cómo un sueño se convierte en pesadilla. Y sobre cómo, cuando una idea nueva y brillante cae del cielo, no suele aterrizar con suavidad sobre nuestro regazo. Hace un aterrizaje forzoso, choca contra el suelo y causa estragos. La historia que estoy a punto de contar en realidad no tiene que ver con la guerra, a pesar de que en su mayor parte transcurre en tiempos de contienda bélica. Es la historia de un genio holandés y de un ordenador analógico. De un grupo de amigos del centro de Alabama. De un psicópata británico. De químicos pirómanos en un laboratorio en los sótanos de Harvard. Es una historia sobre el desbarajuste de nuestras intenciones, porque siempre nos olvidamos del desorden cuando echamos la vista atrás.
En el meollo del asunto están Haywood Hansell y Curtis LeMay, que se cruzaron en la jungla de Guam. A uno lo enviaron a casa. El otro se quedó allí, lo que dio como resultado la noche más oscura de la Segunda Guerra Mundial. Cuando conozcamos su historia nos preguntaremos: ¿qué habría hecho yo? ¿De lado de quién me habría posicionado?
FUENTE: INFOBAE
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