De niña soñaba con alisarse el pelo. Esa cabellera, que en los últimos años se desordena libremente, era un regalo de identidad. Sharon Pérez lo sabe ahora y lo plasma en su obra artística que rescata la historia del pueblo afroboliviano.
En su taller, escondido en un altillo de Obrajes, hay retratos de seres con piel oscura, algunos con trenzas de lana. Hay dos caballetes, dibujos en los muros, una computadora y una cafetera. Las dos últimas funcionan sin descanso ahora que Sharon afina el proyecto para la pasantía que hará, en mayo, en el Museo Británico de Londres. Está feliz.
Ese trabajo dará continuidad a la obra que caracteriza a Sharon Pérez: retratos realistas de afrobolivianos dibujados en planchas de metal corroído, sobre madera muerta de sillas, puertas o ventanas. “El arte ha sido la herramienta para construir mi identidad”, resume la artista.
El regalo del arte
Tenía seis años cuando una compañera de colegio le preguntó por qué “su papá era negro”. “Es de chocolate”, respondió la niña. “Es que nos enseñaban erróneamente a no valorar lo afroboliviano y su poderosa cultura”, evalúa después de años de un trabajo de construcción personal.
“Mi papá era de Chicaloma en los Yungas y era afroboliviano; mi mamá es mestiza con raíces quechuas y aymaras. Entonces fue complicado para mí identificar quién era. Si bien tengo el cabello rizado, no tengo la piel tan oscura como mi papá. Esa crisis de identidad también afectaba mi autoestima, me sentía fea. De hecho, mantuve una relación tóxica por pensar que nadie se iba a fijar en mí”.
Después de graduarse como la mejor alumna en el colegio Cosmos 76, de El Alto, se inscribió en la carrera de electrónica en la Facultad Técnica de la UMSA. “Yo quería estudiar artes pero había ese prejuicio de que era una carrera muy cara y el famoso ‘¿de qué vas a vivir?’”. Para entonces, la joven inquieta trabajaba como secretaria de la Academia Boliviana de Canto, tenía un grupo de música merengue y, aunque le gustaba el mundo de los motores, la electrónica no era lo suyo.
Cuando se inscribió en la carrera de artes de la UMSA, se disiparon unas dudas y se activaron otras. “Cuando empecé a hacer arte tenía muchas inquietudes de cómo y con qué identificarme. Y eso no me permitía encontrar una línea que me apasionara de verdad y reflejara lo que estaba sintiendo”.
La revelación
En 2015, Pérez conoció a Sheila Walker, referente en el estudio de las culturas afroamericanas y su lucha. La antropóloga estadounidense presentaba entonces en La Paz un libro sobre la cultura afroboliviana. “Me impactó su seguridad y lo orgullosa que se sentía de ser afrodescendiente. Ella sabía tanto de la cultura afroboliviana que me cuestionó porque yo, siendo boliviana, no lo sabía. Después de su charla, comencé a leer sus libros, a investigar, a hablar con mi papá sobre la familia y naturalmente empecé a mostrar en mis obras lo que yo sentía al ser afro”, recuerda. Su primer retrato fue el de una mujer negra y altiva que estampó sobre un latón corroído. Esa fue la primera obra que vendió en su exposición debut en una galería privada en la zona Sur.
“En este proceso, busque todo sobre arte afro. En lo referente a Bolivia no había casi nada. Allí encontré más razones para visibilizar la cultura afroboliviana en el arte”, explica.
Los símbolos, los espacios
A su primera exposición siguió una muestra sobre los aportes del pueblo afroboliviano en la Casa de la Libertad de Sucre y otra, denominada Yandú (viaje), en el Palacio Portales de Cochabamba. Su obra también llegó al festival Minunegra en Río de Janeiro (Brasil) y al Encuentro Binacional Perú-Boliviano 2017.
Su última muestra se presentó en noviembre pasado en la Casa Melchor Pérez de Santa Cruz de la Sierra y se llamó a Diandi Otenes (¿De dónde eres?). Como lo había hecho antes con sillas y puertas, la artista incluyó las trenzas como símbolo femenino de la historia. “En cada exposición busco no quedarme en lo bidimensional para crear un espacio. El objetivo es contar la historia afroboliviana desde sus propios actores”.
Lo constante en trabajo son los retratos: rostros de mujeres negras, la mayoría, de hombres y niños con los rasgos genuinamente afrobolivianos. Parecen vivos. “No son personas específicas; veo a un nieto, por ejemplo, y me imagino cómo fue su abuela. He hecho, sí, retratos de personajes que les entregué a los retratados en las comunidades de Yungas, Creo que son espejos en los que nos miramos y nos valoramos”.
A estas alturas, Pérez considera que su propuesta es de artes visuales antes que plásticas. “Pinto con una técnica mixta de acrílico y pastel, pero la característica de mi trabajo son las planchas de metal que aplico en marcos de ventanas o puertas. Estos objetos tienen memoria y se conservan por eran de la abuela. Muchas de las sillas que usé eran de familias afrobolivianas que me contaron sus historias”, explica.
Y como la memoria tiene voz femenina, la mayoría de sus retratos son de mujeres: “En las historias, siempre resalta el valor que tenían las abuelas o las mamás. La idea es visibilizar a la mujer afro no como algo exótico ni sensual, sino como fuente de lucha. También pinto a niños afros para que las nuevas generaciones crezcan orgullosas de su identidad y de la herencia de sus abuelas y abuelos”, cuenta.
Admiradora de la artista etíope Aïda Muluneh, de la boliviana Inés Córdova y de la mexicana Frida Kahlo, Sharon ha hecho de la investigación el requisito para iniciar cualquier proyecto: “Creo que los de acá no escribimos lo suficiente; no vamos a ser escritores, pero hay que investigar y solventar teóricamente una obra artística. Es disciplina de trabajo que culmina en el caballete”.
El orgullo
Tras reencontrarse con su familia paterna en Chicaloma, Sharon Pérez recorrió otras ocho comunidades afros en los Yungas en busca de una herencia que alguna vez le fue negada. “Se identifica a los pueblos afrobolivianos con la saya y con la coca, pero la cultura es mucho más y es necesario reforzar el orgullo”, recalca.
Recuerda con pena cuando, en un taller que impartía a niños, a la pregunta “¿quiénes somos?”, un pequeño respondió susurrando “Mi profesora dice que esclavos”. “No puede ser que aún se distorsione la historia y más aún cuando se la enseña a niños. Fuimos un pueblo esclavizado, pero tras años de lucha está reconocido y valorado. La educación es el mejor modo de luchar contra los prejuicios y cosas peores como racismo”, recalca la artista.
Ella misma sufrió un ataque de discriminación y lo denunció para enfrentarse a la burocracia inoperante. Le dieron una nota dirigida al agresor que debía entregar ella misma.
“Ha habido avances, pero el racismo está presente. En una exposición escuché el comentario ‘¿desde cuándo pintan negros’ y el reciente caso de Matamba demostró que urge educación”.
Afrobolivianos en Londres
Estos días Sharon alista el proyecto para la pasantía que la llevará a Londres gracias al Centro de Excelencia Santo Domingo para la Investigación sobre Latinoamérica del Museo Británico. Como debe trabajar con los objetos de la colección del repositorio, eligió máscaras de morenos y su relación, como la de la danza con el pueblo afroboliviano.
“Paralelamente haré obras que dialoguen con las comunidades afro, que quiero dejar en los pueblos de los Yungas. Habrá retratos, claro, necesitamos más espejos para valorarnos. Y cuando se presenten fuera del país, espero que quienes miren mis retratos piensen en mujeres y hombres afrobolivianos, porque hay aún quienes no saben que hay una comunidad afro en Bolivia”.
Sharon tiene otra meta más ambiciosa: “Quiero contribuir a consolidar una escuela de arte afroboliviano. Un movimiento artístico podría ayudar económicamente a las comunidades y aportaría a mostrar nuestra cultura. Hay talentos que necesitan impulso”. Lo dice con una gran sonrisa como la de la mujer que nos mira desde el lienzo.
FUENTE : PAGINA SIETE
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